Tuesday, June 16, 2009

Artemisa - Capítulo 1.1: Encuentros E Impresiones

Va va va..!!

De un par de meses para acá, esto ha sido mi obsesión. Es mi primer intento por escribir extensa y totalmente en español (FFFFUUU).

No tiene título aún; lo trabajo con el code name ‘Artemisa’ de momento, hasta que surja algo más apropiado.

...Y así con eso nada más, ya sabrán a qué le tiran.

Música, maestro.

·

La luna llena estaba suspendida en el punto más alto del cielo, y la gran cantidad de luz que emanaba le permitía ver a su presa sin dificultad a distancias mucho mayores. Ya sin ella tenía de por sí demasiadas ventajas, más de las que creía eran necesarias o justas...para alguien de su particular condición, cuando menos. Aunque llevaba horas detrás de su objetivo y portaba raspaduras y moretones en varias partes del cuerpo donde la piel iba descubierta, una combinación de adrenalina y determinación le mantenía en pie, inmune a la fatiga.

Un lobo ya había caído sin siquiera parecer haberse percatado de la presencia de su verdugo en ningún momento; difícilmente se le podía considerar un trofeo que valiera la mitad de la noche ya transcurrida. El segundo —un macho más grande: un compañero de la jauría, seguramente— rondaba las cercanías, quizá ya enterado de la suerte de su similar. Pronto apareció por donde el cadáver del primero y se cruzó en la mira de la cazadora.

“Un bello y digno espécimen,” decidió, con una sonrisa de satisfacción asomándose en sus labios grandes y delgados. Agradeció que su buena fortuna fuera mayor que su limitada paciencia.

El reparo a pagar sería fuerte por tratarse de criaturas consagradas a Apollo. De no hacerlo, tendría que escuchar los reclamos —justificados, en este caso— del joven dios por mucho, mucho tiempo. El solo imaginarlo le causaba weba tedio.

Bloqueó todas las distracciones —ritos a oficiar, consejos a los que acudir, favores y castigos que otorgar, entre otras tantas obligaciones— que la asediaban, concentrándose sólo en la noción de sus alrededores. Era una de las escasas noches al año en que cazaba sola, y pretendía aprovechar la libertad al máximo: lo demás no existía. Escuchó ruidos en las cercanías, pero no provenían de su objetivo. Esperaba que la fuente no se acercara lo suficiente como para llegar a espantar al lobo frente a ella.

Acomodó la punta de la flecha entre los dedos de su mano izquierda, y con la homóloga tensó la cuerda de su arco. Con una sonrisa más marcada, cerró un ojo para enfocarse en el animal. “Disculpas por adelantado, hermano.”

En el instante antes de disparar, pudo imaginar un relámpago de plata atravesando los aires y el espeso manto de la noche, como si el mismo Titán del Tiempo manipulara su velocidad aún desde su prisión en las sombras del Tártaro. El animal, absorto en su inspección del cuerpo en el suelo, no reaccionaba a tiempo para evitar que la punta de acero divino, con una precisión quirúrgica, perforase su ojo por el centro y se le incrustara en el cereb—

Un perro enorme, de un tono rojizo apagado pero lustroso, irrumpió en su campo visual repentinamente, y el glorioso desenlace de la caza se vio interrumpido.

“¡Sirius, regresa!”

La sorpresa mantuvo a la mujer aturdida de momento. Levantó la cabeza mecánicamente, buscando al dueño de la voz—y probablemente del animal también.

“¿Sirius?” repitió para sí misma, arrugando el ceño con disgusto.

“¿Dónde te has metido? ¿A qué le ladras?”

La voz —más cerca— la despertó de su ensimismamiento. Vio cómo el enorme lobo retrocedió lentamente y se perdió detrás de los arbustos. La mujer maldijo su titubeo y comenzó a bajar el arco, considerando sus opciones.

Un hombre salió de entre la espesura del bosque, ignorante. La cazadora posó en él su mirada de jade, asesina. De tratarse del responsable, se deliberaba si debía o no dispararle la flecha frustrada. Mientras decidía, tensó los brazos inconscientemente y los dedos le cosquilleaban, ansiosos.

Los ojos del incauto se abrieron enormes, a punto de salírsele de la cara al ver las dimensiones del cadáver lobuno. Agradeció a los dioses —y a sus ancestros, que ahora como nunca antes estaba convencido de que no eran del todo inútiles— que no le había tomado por sorpresa mientras vivo.
“Parece que alguien nos ha tomado la delantera,” murmuró para sí mismo, decepcionado a fin de cuentas ante la falta de acción.

Mientras se preguntaba qué hacía el idiota de noche —y en esa particular noche, por supuesto— en el lugar, otro ladrido acaparó la atención de la dama.

El perro rondaba al humano, moviendo la cola al escuchar su voz, pero alarmado a la vez. “Calmado, calmado,” insistía el hombre, empujando al animal a un lado para poder inspeccionar al lobo muerto sin interrupciones.

Encontró una flecha enterrada profundamente entre las costillas, por detrás de la pata izquierda. Silbó, impresionado tanto por la precisión del golpe como la calidad del dardo.

Plata, por los Dioscuros. ¿Quién se da esos lujos?’

No tenía ninguna otra herida, y era obvio que con la única flecha que le reventó el corazón fue mucho más que suficiente para derribarlo.

Sirius le ladraba en el oído con persistencia, exigiendo atención. Aturdido, no pudo ignorarlo más y volteó, enfadado. “No tienes por qué seguir nervioso. Está muerto ya, ¿no ves?” dijo, levantando y dejando caer una de las patas inánimes del lobo para demostrárselo, pero notó con cierta aprehensión que la atención del perro estaba en otro lado.

‘Interrumpe mi caza y roba mi premio,’ refunfuñó la diosa, incrédula, desde donde le vigilaba. ‘Ignorantes, insolentes...No sé cómo es que los dioses no pierden la paciencia aún y borran a toda sus estirpe de la faz de la tierra.’

Observó la interacción entre ambos unos instantes más en silencio. Se tranquilizó, y poco a poco la indignación fue desapareciendo y dio paso a la empatía al ver el recelo con el que el animal resguardaba de su amo.

Exhaló tras una pausa, reconsiderando. “Que se lo lleve, no importa; el otro animal parece un reto mayor para otra noche. Lo malo es que debo pagarle la indemnización a mi hermano de todos mod...” Revisó sus alrededores por señal de que su sirviente seguía con ella. “¿Selene?” Llamó un par de veces más, sin éxito.

“¡Qué demonios...!” exclamó el hombre, llevando una mano al cuchillo en su cintura instintivamente.

Los ladridos se volvieron más insistentes, llenos de urgencia. Molesta por el ruido, interrumpió de mala gana su búsqueda para ver la razón por la que el animal estaba tan agitado.

Vio una mancha blanquecina dirigiéndose a todo trote contra el humano y, juzgando por la velocidad a la que iba, el siervo parecía determinado a embestirlo. Sirius, sin embargo, se interpuso entre su dueño y el peligro y gruñía incesante, a la espera con los colmillos de fuera.

‘¡Selene tonta, tonta, TONTA!’ pensó alarmada, moviéndose a toda prisa sin titubear para cerrar la distancia entre ella y ambos animales, consciente del peligro. Las criaturas divinas no eran inmortales: se reencarnaban para permanecer al lado de su amo, pero seguían siendo suceptibles a la muerte y al dolor. Sintió la garganta seca.

El siervo se abrió en una curva que evitaba la colisión con el otro animal y se plantó desafiante sobre el cadáver del lobo, protegiendo lo que le pertenecía a su ama. Agachó la cabeza y apuntó los cuernos hacia los desconocidos en clara amenaza.

La dama desaceleró un poco su paso, aliviada al ver que los oponentes se mantenían distanciados. Le dio tiempo para decidir entre transformarse en una bestia grande para intimidarlos y hacerlos huir o acercarse en el avatar humano que llevaba de momento. Un tanto exhausta y con los nervios en punta, optó mejor por la forma de mujer.

Se supo observada de pronto y dejó de caminar. Una ráfaga de aire frío le erizó la piel de los brazos. No provenía ningún ruido de los arbustos, pero igual sabía que algo los vigilaba. Con un poco de atención pudo discernir el ojo amarillo, inconfundible, lleno de odio.

‘Otra noche será, insolentes,’ prometió ácidamente, y se desvaneció en las sombras.

Con el estómago de piedra y la columna rígida —sin entender precisamente por qué—, algo del incidente le sabía a augurio. Se lo comentaría a Apollo...no, a Athena, mejor; seguro ella podría darle una opinión revelante y ahorrarle el tener que consultar con su hermano sobre ello.

No estaba acostumbrada a dejar cazas inconclusas, por lo que aceptó el reto en silencio, asintiendo con la cabeza solemnemente. ‘Otra noche, seguramente.’

Cuando devolvió su mirada hacia donde se dirigía originalmente, encontró que el impertinente analizaba su llegada con una ceja alzada.

‘Este mortal ingenuo jamás se dio cuenta del peligro en que se encontraba,’ renegó la diosa en silencio.

Junto a él su perro se había sentado y ambos miraban con una parecida fascinación la aproximación de la extraña. Suponiéndose admirada, levantó la barbilla como reflejo. No notó que el hombre batallaba por mantener la comisura de sus labios en una línea neutral para no permitirse sonreír abiertamente y arruinar tan imponente entrada.

Se detuvo a unos pasos del par e hizo una seña con dos dedos que pasó desapercibida por sus espectadores. El siervo huyó instantáneamente y el perro, sorprendido por el repentino movimiento, siguió tras él. Movió los labios y dio una orden, sin hacer ruido. ‘Desvanace, Selene.’

Endymion reaccionó entonces, despabilándose. “Disculpa, disculpa,” rió, creyendo que ella había dicho algo que no alcanzó a escuchar. “Ese maldito perro me distrajo,” mintió, intentando recuperar algo de compostura.

La mujer permaneció imperturbable, muda.

“Soy Endymion, hijo de Aethlius, de Elís.” Pese a que estaba lejos de su hogar y no la creía un peligro, prefirió ahorrarse los demás detalles sobre su ascendencia.

“¿Qué haces aquí?” exigió ella con brusquedad, rompiendo finalmente su silencio. La mueca de disgusto, con los curiosos ojos de felino entrecerrados, no lograba desfigurarle el rostro bello.

Un agradable escalofrío le recorrió al escuchar el timbre de voz de la dama, y parecía ignorante —deliberadamente, quizá— de su desagrado casi palpable. ‘Y hola a ti también, dulzura,’ pensó, sonriendo sin intentar evitarlo.

“Vine de visita y uno de los pastores de mi anfitrión se quejó acerca de un enorme lobo decimando sus ovejas, por lo que decidí ayudarlo,” dio su explicación sin tomar a pecho el desdén en la pregunta. La respuesta le salió toda de un hilo, inmediata y sin premeditación. No podía negarle absolutamente nada, ya estaba convencido de ello.

“Pero...” Endymion siguió, estudiándole de pies a cabeza…intentando no demorar demasiado cuando le recorría la longitud interminable de piernas descubiertas. “¿Qué haces aquí? ¿Venías a cazarlo?”

El tono de la pregunta la hizo enfurruñarse visiblemente. “¿Me crees incapaz de la tarea, acaso?” escupió.

“¿Incapaz?” Rió él de buena manera, sin malicia. “¡Pero si has sido tú quien obviamente lo ha derribado!”

La mujer arqueó una ceja, y de nuevo entrecerró los ojos. “¿Por qué lo dices?” preguntó desconfiadamente, apenas un murmullo.

“Te vi con el arco en la mano, y no pude discernir a nadie más en el área. De no ser por Sirius,” explicó, y ella se crispó al escuchar el nombre de nuevo, “no me hubiese dado cuenta de que el animal estaba tan cerca.”

Lo contempló unos momentos, midiendo sus palabras. El hombre no parecía bromear, sino genuinamente sorprendido por el logro.

“Además,” continuó Endymion, apuntando detrás de ella, a su bolso. “Puedo ver que tus flechas restantes son del mismo tipo que la que encontré en el costado del animal.”

El perro reapareció, jadeando, pero sin evidencia de haber capturado nada. “Por fin regresas, costal de pulgas,” sonrió el hombre, pero el animal lo ignoró y se dirigió directamente a la mujer.

Ella bajó una mano y le ofreció la palma. El perro inmediatamente la revisó y pasó su lengua por el dorso también. “Lamentable nombre,” murmuró como para sí misma mientras le sonreía con algo como nostalgia.

Por un momento Endymion consideró aprovechar la pausa para entablar una conversación; sin embargo, y sin saber precisamente por qué, decidió abstenerse. Se limitó a estudiarla en silencio, quizá por temor a sacarla de su ensimismamiento y hacerla huir. Pero no hizo falta.

“Me voy,” dijo ella de repente, dándoles la espalda sin más.

Naufragando aún entre visiones de la ojiverde que en el mejor de los casos le harían meritorio de una sonora cachetada, batalló para articular su frustración. “Pero, aún no...T-tu presa—”

“Te la puedes quedar,” interrumpió ella.

“¿No te lo llevarás?” Hizo un sonido con la garganta, como tosiendo, pretendiendo mudarse de su tono indeciso. Intentó imponerse, sacando a flote algo del porte real en su sangre. “Tienes derecho a ella; es más, es tu obligación. Negarla sería una afrenta a La Cazadora.”

Escuchó una carcajada repentina, genuina pero breve, como si le hubiese parecido una broma.

“No importa,” dijo la mujer, después de un momento.

Otra vez confundido. ¿Acaso no creía en los dioses? Le intrigó, puesto que no conocía —y menos de primera mano— a ningún griego que en alguna medida u otra no fuera supersticioso, sobre todo en cuanto concernía a los dioses mayores.

Por primera vez en lo que le pareció una eternidad, la mujer volteó de nuevo a darle la cara, y aunque sus facciones no parecían necesariamente amenas, cuando menos eran más...suaves; como si se tratara del primer momento del encuentro y no hubiera un desagrado pre-existente de ella hacia él. Lo observó un largo momento en silencio, como apreciándole en una nueva luz.

Conforme se prolongaba el momento, se sintió incómodo como pocas veces, porque a pesar de que era modesto, seguía siendo un noble, y ello conllevaba un orgullo innato del que no podía deshacerse. Lo cierto era que algo en la mirada de la mujer parecía retarlo, medirlo, y tratar de hacerlo consciente y humillado por una inferioridad que intentaba evocarle.

A punto de vociferar su indignación, marcharse y olvidarlo todo...se detuvo. Algo no cuadraba. Pese a que no podía tener más de dos décadas de vida juzgando por su apariencia, algún detalle de los ojos —que no podía precisar— evidenciaba algo arcano, volúmenes inimaginables de tiempo y experiencia; algo innombrable y denso. La discrepancia lo hizo dudar, y al final someterse voluntariamente al juicio de la mujer, sin reproches.

La mujer concluyó al fin su análisis sin revelar su impresión. Volteó por encima de sus cabezas y pareció tomar nota de la posición de la luna en el firmamento, exhalando. Endymion detectó algo en los movimientos que le dieron a entender que tenía prisa y que el encuentro pronto llegaba a su fin.

Un poco más dócil, optó por una táctica menos áspera, pero igual de patética. “Ah, no recuerdo tu nombre...”

“No recuerdo habértelo dicho,” refutó con amargura —la agresividad de vuelta tras una fugaz intermisión— al mismo tiempo que en un movimiento fluido le dio la espalda para partir de nueva cuenta.

“Nos vemos,” intentó de nuevo Endymion, sabiendo que no debía esperar respuesta alguna. Siguió con atención la melena castaña —alborotada pese al prendedor que la sujetaba— que bajo la luz de luna adoptaba algunos tintes dorados.

Sirius gimió mientras al verla desaparecer en la oscuridad. Endymion rió a carcajadas ante el gesto oportuno y frotó la cabeza de la mascota con afecto, comprendiéndolo perfectamente.

“Voy a quedarme unos días mas por aquí,” decidió en el instante. “Pooor si las dudas, tú sabes,” le guiñó un ojo.

El animal interrumpió sus jadeos con un ladrido de afirmación, comprendiéndolo perfectamente.

“Me perdí, hasta que escuché a Sirius. ¿Por qué tanto escándalo? ¿Encontraste algo?” vino una voz. Apareció un rubio alto de entre algunas ramas blandiendo una espada corta, volteando para todos lados, buscando. El perro ladró con gusto renovado al verse reunido con su amo.

Endymion sonrió, pensativo. “Ya creo, Oryon. Ya creo.”

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